LA MANO INESPERADA, O EXPERIENCIAS DE CHOQUE SOCIOCULTURAL EN UN PARQUE DE LAS AFUERAS 3
Un relato cómico-verídico de Santiago Fernández.
ntes he nombrado de pasada al Asesor. Su cometido era más o menos el mismo que el mío, si añadimos una carpeta con papeles y un bolígrafo en el bolsillo interior. Se trataba de un hombre algo mayor que yo, bastante más alto que yo, y mucho menos moderno que yo: traje tieso de poliéster, corbata sosa/fea, pelo negro, melenita, raya al medio, gafas de pera, montura de metal. Un aire al Jeff Goldblum de “La Mosca” pero pasado por un mercado turco; en Madrid lo clasificaríamos como “paletito con pretensiones”.
El día de autos ya llevábamos hablando toda esa mañana, y la anterior, ya que él sí sabía inglés. Pues bien, semejante bellezón, en cuanto regresamos al minivan del aparcamiento del parque, y una vez hubo colocado a su jefe, a la señora y a la intérprete en sus asientos protocolarios, me indicó mi lugar, acepté, me senté, él procedió a instalarse en el asiento contiguo al mío, y en cuanto arrancó el chofer de la embajada, me puso la mano encima.
o me tengo por mojigato, ni mucho menos; de hecho, no sería aquella la primera vez que efectuaba contacto con algún miembro gáyer de alguna delegación foránea de visita en Madrid, y acordado un encuentro íntimo en su hotel (me pierden los hoteles, no lo puedo remediar), pero semejante muestra de cariño, ahí metidos todos en el coche, provocó en mí el mismo efecto que una electrocución. De baja intensidad, pero electrocución al fin y al cabo. Mientras procuraba volver a enfocar la visión, y atender a las preguntas que me traducía la intérprete, eché un vistazo rápido al rostro de mi afectuoso compañero de asiento: o el radar gáyer me había dejado de funcionar, o aquello no era, no podía ser, lo que parecía.
El asesor estaba tan pichi, mirando por la ventanilla o contestando a lo que el alcalde o su señora tuviesen a bien preguntarle. No me puso ojitos, ni siquiera acompañó la mano con la presión inequívoca de su rodilla contra la mía. Su mano, grande y caliente como un animal patudo, permanecía serena e inmóvil sobre mi muslo izquierdo. Yo no me atrevía a menear nada. Sólo tenía ojos para aquello. No. Este tipo no es gay ni por el forro.
Entonces recordé que los varones de países musulmanes tienen por costumbre cogerse del bracete mientras caminan por la calle, y, aunque laica, Turquía es una nación tan musulmana como la que más, y los usos y costumbres a ese respecto no tenían por qué diferir de los de Siria o Marruecos.
sí que el asesor, en aquel segundo día de Programa Oficial, me dispensaba ese trato campechano porque al parecer, se encontraba como en casa. Procuré alegrarme de que se hallase tan relajado como para olvidar que no estábamos en Ankara, pero mi muslo derecho seguía rechazando aquel cuerpo extraño como si me hubiesen pegado un balazo.
Nunca un trayecto en coche desde las afueras al centro de Madrid se me hizo tan rematadamente largo. Además, aquella era la última actividad programada, con lo que tuve tiempo de prepararme mentalmente para lo que se me avecinaba al llegar al hotel, que en efecto sucedió: el asesor, tras las gracias por las jornadas y un pin de solapa con el perfil de Santa Sofía sobre fondo azul sultán, me dio un sentido beso en cada mejilla como los que se sacuden Juan Carlos I y el rey de Arabia Saudí. El alcalde, afortunadamente, no. Era un hombre más distante. Y la señora, menos.
ucho tiempo después de que desaparecieran mis invitados por las puertas giratorias del hotel, mi sangre volvió a irrigar el muslo derecho. Y mientras evoco aquellos sucesos, vuelvo a sentir en la zona afectada el mismo calor insólito de entonces.
En lo sucesivo, procuré ir bien afeitado cada vez que tuviese que atender a delegaciones de países devotos del Corán. Y con las uñas bien recortadas. Uno nunca sabe dónde va a acabar una mano cuando viaja en un coche lleno de musulmanes.
e vuelto al Parque Juan Carlos I para hacer las fotos que ilustran este texto, y para comprobar qué tal se mantiene la zona desde la última vez que lo pisé en visita oficial. Fue un domingo por la tarde, y para mi grata sorpresa, no solo estaba lleno de gente, sino en un estado muy aceptable de mantenimiento: hay zonas de césped mullido y sin calvas; muchos árboles han crecido en altura y porte (aunque sigue siendo difícil guarecerse bajo su sombra si el día es de los de sol justiciero); los olivos, tan retorcidos y canijos como siempre, y eso sí, el acero corten con el que se edificaron estatuas, portadas y pasarelas ha dejado su huella indeleble en la piedra y el hormigón.
Y el catamarán está en dique seco. Pero en general, se mantiene mucho más lozano que su primo, el Parque Tierno Galván, al otro extremo de Madrid, y que también recorrí con un alcalde.
Pero esa es otra historia, que será contada a su debido tiempo.